Colectivo Kaleidos: Jorge Núñez, Sofía Carpio, Gabriela Molina y Miller Rivera.
Cadáveres cubiertos con bolsas de plástico. Videos de cuerpos sin vida circulando en redes sociales. Servicios médicos colapsados. Comercios desabastecidos. Confinamiento inequitativo. Autoridades sin capacidad de respuesta. Autoritarismo. Desempleo. Corrupción. Enfermedad. Incertidumbre. Más muertos. A primera vista estas imágenes evocan la realidad del COVID-19 en Ecuador, sin embargo, no son representaciones de la pandemia. Son caracterizaciones de la vida prisionera en el país.
La etnografía prisionera demuestra que la separación cárcel-ciudad es inadecuada. No solo porque oscurece los circuitos de intercambio y supervivencia que conectan la prisión con mercados populares y barrios pobres, sino porque impide prestar atención a la gigantesca infraestructura carcelaria que opera a escala urbana en el día a día. No sin crueldad, las medidas de distanciamiento social, toque de queda y emergencia sanitaria han evidenciado que la materialidad del confinamiento define quien vive y quien muere en nuestras ciudades. Es un hecho que tanto ricos como pobres mueren en la pandemia. Pero el COVID-19 no es en absoluto un nivelador social. La gente con dinero no muere sin ser atendida en un hospital o sin recibir un entierro digno. El acatar medidas de distanciamiento social y respetar la cuarentena es más difícil para aquella gente que depende de sus ingresos diarios para su subsistencia o aquellos en situación de hacinamiento, el mismo que registra cifras de hasta 16,63 porciento en las áreas urbanas populosas.
En este pequeño ensayo sugerimos dos ideas. Por un lado, argumentamos que la cuarentena incrementa la penetración de la cárcel en la ciudad. No estamos hablando de una cárcel teórica, donde la autoridad organiza la vida cotidiana de personas privadas de la libertad. Nos referimos a una cárcel real, ecuatoriana, de carne y hueso, de celdas insuficientes y hacinamiento, de corrupción y violencia. Por otro lado, creemos que, si el gobierno no toma medidas urgentes en el corto plazo, el COVID-19 convertirá las cárceles en una extensión de las fosas comunes construidas apuradamente por las administraciones municipales.
La cárcel ecuatoriana se sostiene gracias al emprendimiento prisionero. La gente encarcelada construye y remodela sus celdas, compra y cocina sus alimentos, monta y administra negocios y, aprovecha y sufre el desgobierno penitenciario. Las prisiones ecuatorianas simplemente no funcionan sin mercados laborales informales que asuman el costo del encarcelamiento. Por eso, el encierro carcelario en Ecuador no contempla confinamientos drásticos dentro de las prisiones. La gente tiene que moverse en el mundo penitenciario para generar dinero. En las ciudades la realidad no es muy diferente, casi el 50 porciento de trabajadores ecuatorianos percibe ingresos a través de alguna modalidad informal de trabajo. No es ninguna novedad antropológica o económica que la informalidad laboral es parte de la infraestructura urbana del país. Sin embargo, la pandemia ilumina elementos carcelarios en la vida urbana que afectan directamente a las capas populares y antes pasaban desapercibidos para la mayoría. Por ejemplo, el hostigamiento municipal diario a vendedores ambulantes durante la cuarentena se sincretiza con medidas epidemiológicas de aislamiento social y restricciones a la movilidad. El toque de queda es una sentencia de muerte para los hogares más pobres del país. Los 60 dólares ofrecidos en forma de bonos por el gobierno son insuficientes para sobrevivir en un país donde la canasta básica familiar cuesta 713, 89 dólares y la canasta básica vital cuesta 503.26 dólares.
No queremos simplemente cuestionar la efectividad de las medidas epidemiológicas para gestionar el COVID19, sino complicar la discusión sobre el desastre sanitario que enfrentamos. Es evidente que la respuesta gubernamental fue tardía y atropellada. Es cierto que la comunidad académica nacional poco o nada participó en el diseño de la estrategia para aplanar la curva de contagio. Es indiscutible que fue absurdo y cínico intentar culpar a la ciudadanía y su “cultura indisciplinada” por el alto número de infectados y muertos. No es menos cierto, sin embargo, que la crisis empezó mucho antes de la llegada del coronavirus al país. Ya en 2017 más de dos millones de personas dejaron de comer al menos una vez al día por falta de dinero. Entre el 2014 y el 2019 observamos una disminución de 10 puntos porcentuales en la tasa de empleo adecuado (de 49,3 al 38,8 porciento), mientras el subempleo y otras formas de empleo no adecuado aumentan alrededor de 6 puntos porcentuales (de 39,6 a 45,8 porciento). El deterioro del empleo se agrava con la emergencia sanitaria. Entre enero y marzo de 2020 la seguridad social del país registra 20.430 solicitudes de seguro de desempleo, lo que equivale al 80 porciento del total de solicitudes registradas en el año anterior. Cifras oficiales indican que alrededor de 508.000 personas están en riesgo de entrar en desempleo y otras 233.000 de pasar al sector informal.
El colapso de la salud pública tampoco fue causado por la pandemia. Los hospitales y servicios médicos estatales fueron desfinanciados sistemáticamente y la investigación ha sido incipiente por décadas. Entre 2017 y 2019, la inversión en salud disminuye en un 64 porciento, pasando de 306 millones de dólares en 2017 a 110 millones en 2019. Adicionalmente, el Ministerio de Salud inicia despidos masivos desde 2018. Si algo puede enseñarnos la cárcel ecuatoriana sobre enfermedades y epidemias es que la infraestructura no es meramente física ni tampoco es fija. Los protocolos, el personal y la estadística clínica son elementos constitutivos de la salud prisionera y la política penitenciaria. Por ejemplo, la información e informes oficiales sobre VIH/Sida publicados por los servicios de salud carcelaria no reflejan la realidad de los pacientes. Por el contrario, se enfocan en la imagen gubernamental y responden a pequeñas guerras entre burocracias estatales.
La desconfianza en los datos médicos carcelarios es otro problema que resuena con la mala gestión de la información epidemiológica oficial durante la pandemia. Las personas privadas de libertad con VIH/Sida y los operadores de salud sospechan de los registros clínicos. El sistema penitenciario no cuenta con un sistema de seguridad informática que garantice la confidencialidad, ni tiene capacidades institucionales para levantar datos acertados. Los problemas de digitación son recurrentes y, en muchos casos, la estadística es manipulada por funcionarios con el fin de evitar sanciones o cumplir metas administrativas. El COVID-19 demuestra que la debilidad informacional no se limita al sector de salud penitenciario. El Ministerio de Salud y el Estado ecuatoriano en general presenta graves deficiencias en la producción, manejo y difusión de datos. Ecuador ha gastado millones de dólares en crear un sistema unificado de información en salud pública, pero ninguna plataforma se encuentra operativa actualmente o funcionan mal. Por ejemplo, la Plataforma de Registro en Atención en Salud (PRAS) no funciona en las comunidades donde tienen un ancho de banda insuficiente, además no asegura la confidencialidad de los pacientes diagnosticados con VIH/Sida.
La etnografía prisionera no solo es un modelo empírico-teórico adecuado para comprender el COVID-19 en Ecuador. El desastre epidemiológico urbano también nos sirve para entender la cárcel en tiempos de pandemia. Lamentablemente, la corta historia del coronavirus en ciudades ecuatorianas nos advierte sobre el devastador futuro que aguarda a la prisión cuando el ciclo de contagio inicie su curva ascendente en confinamiento. El plan de prevención y tratamiento de los operadores penitenciarios para gestionar el COVID-19 no contempla las recomendaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Tampoco ha existido ningún intento de implementar medidas de prelibertad emergente para la población penitenciaria más vulnerable como ancianos, mujeres embarazadas y enfermos —una medida que si se ha tomado en otros lugares del mundo para evitar el contagio y muerte de las personas privadas de libertad. Peor aún se ha considerado sustituir el encarcelamiento con penas alternativas como el arresto domiciliario para personas encarceladas por delitos no-violentos relacionados con drogas ilegales. La inacción del gobierno en esta materia solo pronostica un escenario prisionero semejante al que viven tristemente algunas provincias del país.
Si bien el primer diagnóstico positivo de COVID-19 carcelario oficial se registró el lunes 11 de abril en Quito, la gente privada de libertad acusa los efectos negativos de la pandemia desde mucho antes. La comida es insuficiente en los penales y la imposibilidad de conseguir y preparar sus propios alimentos está generando déficits nutricionales que agravan aún más la precaria situación de la comunidad prisionera e incrementan los riesgos de enfermedad. El hacinamiento en cárceles, que rodea el 35 porciento actualmente, impide cualquier tipo de medida de distanciamiento social. Ninguna penitenciaria del país cuenta con infraestructura médica para diagnosticar, peor aún tratar pacientes diagnosticados con coronavirus. La información que sale de las cárceles es limitada y en muchas ocasiones falsa. Por ejemplo, en la prisión de Cuenca se diagnosticó un caso positivo de COVID-19 entre el personal penitenciario en marzo, pero nunca fue reportado por la prensa nacional.
La cuenta regresiva para evitar un desastre epidemiológico en la cárcel ecuatoriana inició hace varias semanas, sin embargo, la autoridad penitenciaria no ha emitido ningún pronunciamiento. Para nosotros como Colectivo Kaleidos la salida es muy clara: se necesitan excarcelaciones humanitarias urgentes para evitar convertir las cárceles en otra fosa común. El gobierno, además, necesita considerar que la cárcel está articulada a mercados de trabajo informal que también requieren intervenciones inmediatas, como el ingreso básico universal. La expansión del estado carcelario en las ciudades durante la pandemia es un proceso en marcha que complica aún más el escenario epidemiológico del país.